Todos los días, sin excepción, los guatemaltecos vivimos el surrealismo, no lo imaginamos, ni lo inventamos, ni lo creamos, lo vivimos, lo saboreamos, lo inhalamos.
Inconcientemente asistimos a un diario ritual surrealista, tan común como la muerte en este país, tanto que la gente ya no lo toma en cuenta, como a los cadáveres, como a la mediocridad.
Los momentos más surrealistas que recuerdo haber vivido son los actos cívicos que organizaban en la escuela, todos los lunes a las 8 en punto de la mañana, el General que ostentaba la presidencia daba su mensaje cívico a la nación, y los niños de toda la escuela debíamos formarnos en el patio frente a un radio de baterías, hacerle el saludo militar y jurar a la bandera. Si te reías, hablabas al compañero de al lado, o te movías, recibías varios reglazos del sádico profesor de matemática.
Pero también he visto a un gritón de camioneta muy singular, era mudo, se paraba en la puerta de la camioneta y agitaba las manos, al pasar frente a un grupo de posibles clientes se agitaba más y señalaba los rótulos, graznando como un cisne herido, abriendo los ojos, tanto que parecían desorbitarse.
Otro ejercicio que haría las delicias de André Bretón, es sentarte en un restaurante chino de la avenida Bolívar un domingo a las tres de la tarde. El olor de la grasienta comida, el calor, el sudor de la gente que se amontona, la ropa húmeda y colorida, los dientes llenos de oro, la música a todo volumen, los gruperos, los reggeatoneros, los rancheros, los hip-hoperos, y uno que otro metalero se reúnen en un lugar atestado de feromonas fuera de control, todos con un mismo objetivo, procrearse, con las buenas y con las malas, por las buenas y por las malas, (gracias Facundo), a las seis de la tarde tenés que estar en la otra banqueta, con tus litros en la mano, por que las broncas y las grescas son la guinda del pastel. Una mujer le aruña la cara a un sombrerudo que la corre lanzando patadas, dos mujeres meten sus manos golosas en las bolsas del pantalón de un triste borracho, un grupo de metaleros se abrazan y bailan una cumbia junto al grupo de hip-hoperos. Los gruperos y yo esquivamos, apostamos.
Ayer 15 de septiembre, desde las 8 de la mañana inició la fiesta final de la celebración por la “independencia de la patria” (surrealista el nombrecito), plumas, bombos, quepis, botas, y chavas rubias vestidas como indígenas se formaron desde las 5 de la mañana en la 6ta calle y octava avenida, frente al Arzobispado, pero concretamente frente a calcetas y calcetines Flamingo.
Hace años, cuando existía menos, encontraba sentido a las bandas escolares, a la disciplina militar a la que nos sometíamos como miembros de una banda y al fascista acto de los gastadores, pero era un sentido profundamente personal, que no tenía nada que ver con el aniversario de la independencia criolla, y no me equivoco al asegurar que todos los que en ese momento coincidimos en el mismo lugar pensábamos lo mismo, querías pertenecer a un grupo apreciado y reconocido dentro de tu circulo social, a cualquier precio, pertenecer, ser, estar, movilidad social, en su más primitiva concepción y respondiendo a los términos sociales de los adolescentes que éramos en esa época.
Ese año decidí unirme a la muchedumbre para intentar reconocer la motivación de esta nueva generación de chavos y chavas que no vivieron el conflicto en ninguno de sus niveles, una generación de guatemaltecos que no conoce y no le interesa conocer de ese pasado, chavos y chavas que de la mano del nuevo pensum de estudios inician su clase de historia contemporánea desde los Acuerdos de paz a nuestros días, eliminando de un codazo 36 años de guerra.
Y si, es una fiesta, maravillosa, bulliciosa, colorida, des-historiada, aculturizada, malinchista y alienada, pero fiesta al fin, los niños se cocinaban bajo el sol, los papas se peleaban con otros papas para que dejaran ver a sus niños, las ancianas codeaban a todo el mundo en su carrera hacia el mejor lugar, los escotes animaban a la afición. Las bandas celebraban no la “independencia de la patria” sino a ellos mismos, el desfile del 15 de septiembre es un inmenso concurso de bandas y de uniformes militares.
Los chavos y las chavas ya no quieren “pertenecer” sino ser vistos, hermosos y en llamas, claro que existen aún las bandas que imitan la estética militar y la actitud también, estatuas de cera que marchan con la vista al frente somatando sus tambores con fuerza y exacerbado orgullo, y la novedad desde hace algunos años, las bandas musicales, que lo marcial lo saben aplastar con ritmos merengueros que ponen a bailar las banderas que cuelgan de los ancianos balcones del Centro Histórico; congas, tubas, redoblantes, güiros y trompetas, destruyen la imagen fascista de los colegios “tradicionales” que los anteceden.
Después de una hora de escuchar el mismo ritmo una y otra vez, decidí salirme del lugar, que cada vez era más apretado y caluroso, tarea casi titánica, sin embargo, logré abandonar el lugar sano y salvo, me alejé un par de cuadras, y allí estaba la otra Guatemala, también bajo el sol, también celebrando a la patria, y celebrándola se celebraban, como todos los días, por que sin estas celebraciones simplemente no comen. Desde lejos agitaban sus banderas azul y blanco y gritaban algo que era indescifrable, por la distancia; el escudo nacional en las banderas se agitaba bajo el sol, se veía limpio, imponente, viril; ya frente a ellas lo pude escuchar claramente, “Cinco quetzales, a cinco, lleve su bandera a cinco.
Me parece genial su narrativa, muy recreada y descriptiva, en una palabra: amena. Sentí los olores y vi los colores, me gusta tu surrealismo. fElIs HiN dEpEnDenCiA!
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